LA DULZURA DE MAMÁ

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Alfredo tenía ocho o diez años en 1992; no usaba panta-lones cortos, “vestía short”. Buscaba en el mercado ‘sobre ruedas’ los cassettes con música de moda, como la de un extraño tipo que cantaba con pista y amplificador, rimas un tanto lentas, comparadas con las que llegarían en 2016.

En aquellos días los niños salían del colegio, para comer, acabar con las tareas escolares y hacerle mandados a la “jefa”; labores que podían consistir en lavar platos o ir por las tortillas, que en aquél entonces era sinónimo de escaparse a jugar ‘maquinitas’, o echarse una reta de futbol callejero –con balón o bote de Frutsi relleno de periódico–.

 

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¿Robar niños? Los padres no temían tanto por la seguridad de los hijos, existían algunos mitos como “El del señor del costal”, pero nada que un “¡Salvación por todos mis amigooooos!” –frase repetida al defender a la tropa y ganar un juego de escondidillas o bote pateado–, no haría olvidar.

Alfredo jugaba gran parte de la tarde hasta que su abuelito lo metía, porque su madre, era mamá soltera y debía trabajar todos los días, aunque en ocasiones –si se hacía más tarde y el niño se lograba esconder de la vista del abuelo para quedarse más tiempo de “vago”–, el crío de mejillas regordetas, sentía en el hombro una pequeña mano que le apretaba la clavícula ¡Era su mamá! Que lo llevaba directo a casa entre regaños y gritos.

Las burlas y las rechiflas de sus camaradas, no se hacían esperar. Peor aún, debía de aguantarse, porque si no lo hacía, la cosa era peor y sería tratado como un cobarde. Así que Alfredo soportaba algo que en ese entonces no era penado ni se llamaba bullyng: era ‘carrilla’, guasa, ‘montaña’, cosa que lo hacía parte de la horda, porque en ese chiquillerío había una regla “¡El que se lleva, se aguanta!”

Un poco de azúcar

Una de las principales causas de que Alfredo y su madre pelearan tanto, era que él escapara a la calle y desobedeciera a su abuelo, lo que implicaba que comiera tarde, no se bañara e hiciera la tarea “al aventón”, con una letra de doctor, que la maestra tardaba horas en descifrar –eso o prefería ponerle un cinco–.

Cuando se portaba bien o veía a su vástago arrepentido y con los ojos hinchados de tanto llorar, María lo recompensaba y le daba mil 500 pesos –hoy un peso con cincuenta centavos–. ¡Cualquier niño era millonario con eso!

 

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El joven magnate, corría directo a tocar la puerta de Don Sostenes, el señor que vendía los dulces y los refrescos de vidrio; elegía entre las paleta de semáforo, las ollitas –para meter la lengua y disfrutar de su sabor picosito–; el Duvalín, con la cara de un niño antiguo; un Pinta azul –para acabar con la boca color turquesa–, Seltz Soda, Palelocas.

Buscaba los Ring Pop, polvitos Brinquitos, Burbu Soda o Limón; chiclosos Cory, Sugus, cigarros de chocolate Watson –nadie hacía críticas sobre eso–; si se quería lucir y presumir con los amigos un Crayón, Espinacas de Popeye, Rayas de Garfield o Patitas de perro –que eran de los más caros–.

Para bajarse el dulce, una bebida con más azúcar como Jugos Poky, Chaparrita, Boing o Frutsi congelado.

Por alguna razón Don Sostenes no tenía mucho “vuelto” y en vez de devolver los 20 centavos que sobraban, preguntaba si podía dar a cambio  Motitas o Canels de 10 centavos, a lo que pocos niños decían que no.

El diez de mayo

María siempre estaba muy ocupada y su hijo solía alardear con sus amigos, sobre la libertad de salir por horas y conseguir dinero fácil; lo cierto era que ambos se extrañaban mucho. Por un lado ella no estaba a gusto hasta que lo veía en la tarde y revisaba con cuarenta kilos de cansancio encima, que “a jalones y estirones”, saliera adelante y recibiera el beso antes de dormir. Por el otro, él tenía miedo a la obscuridad; y de una extraña manera, antes de llegar la noche, tenía unos brazos protectores que lo libraban de esa ansiedad.

Cerca de cada abril –pensando en el 10 de mayo–, Alfredo comenzaba a gastar sólo 50 centavos en su desayuno del recreo –equivalentes a palomitas con salsa y un jugo–; y a guardar las monedas que recibía los domingos y días en los que sus abuelos y madre le obsequiaban la oportunidad de ir a la tradicional vitrina de Don Sostenes.

Pasaba saliva cada que veía a sus compinches lamer las paletas, comerse las crujientes papas o un Flipy; todo para que antes del Día de las madres, le alcanzara para las rosas y dulces de María.

 

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Juntos sabe mejor

Luego de los bailables, donde los escolares sacaban los mejores pasos al ritmo de las canciones de Cri Cri, danzas regionales y poemas como: “Si tienes una madre todavía”, “La mamá más mala del mundo”, “Mamá soy Paquito”, o “Guaja” –que hacían que el rímel de las madres se corriera, aunque ya se los sabían de memoria–; y de la entrega de manualidades como servilleteros, alfileteros, monederos, cuadros,  jaboneras, –algunas con formas surreales–; llegaba la hora.

Alfredo iba a su hogar con María –quien obtenía el día libre en el trabajo–, para disfrutar de su fecha favorita ¿Pero por qué lo era?

Odiaba los días de pegar palitos de madera y/o cualquier cosa que tuviera que ver con pegamento pegajoso líquido; ensayar a rayo de sol, bailar frente a mamás ajenas, tocar las manos sudadas de Eliza –su pareja de baile–; no comer por semanas sus fritangas favoritas.

 

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La respuesta no la sabía en ese momento, pero era la hora de pasar un día entero con mamá; sacaba con ansias los bombones de chocolate bien envueltos, flores y su labial azul que pintaba rojo –una extraña novedad que le vendió un año Tere la del tianguis, con la promesa de que su madre gritaría de emoción–; para dárselos con una sonrisa tímida a María, quien los tomaba, para envolverlo en un abrazo y luego agarrarlo de la mano.

Lo dirigía al sillón, donde contaban historias junto con los abuelos. Después, todos comían mole con arroz y pollo; de postre, los deliciosos bombones –ella siempre le dejaba el último–.

La casa olía a rosas y a mamá ¿Cómo no iba a ser su día favorito? Incuso hoy, cuando la habitación sólo puede tener la fragancia de las flores, Alfredo cree que indudablemente, siempre será su día favorito.

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